Por Jorge Enrique Robledo Castillo
El arquitecto Robledo Castillo escribió el siguiente ensayo para el libro MANIZALES FIN DE SIGLO* publicado en noviembre de 1994, cuando a la sazón era profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia, sede Manizales. Aquí se reproduce bajo un título adaptado excepcionalmente para esta publicación.
Que Manizales es una población difícilmente comparable, no hay duda. Pero ello no ocurre sólo por su emplazamiento en una sucesión de barrancos y cuchillas sobre las cuales parecía imposible desarrollar una gran ciudad, ni porque sus “balcones urbanos” enmarquen montañas de tonos cambiantes que culminan en las nieves perpetuas del Ruíz. Tampoco tienen par algunas de sus arquitecturas y el refinamiento que alcanzó la tecnología con la que se construyeron por décadas todas sus edificaciones.
A Manizales hay que incluirla en el escaso grupo de ciudades donde puede observarse más, mucho más, que las construcciones corrientes que asemejan entre sí las capitales de departamento colombianas. Además de los altos edificios, los barrios con jardines, las fachadas flotantes, los conjuntos cerrados, los alardes postmodernos y los otros recursos que muestran que la urbe se mueve al ritmo de los tiempos, existen tres aspectos que vale la pena reconocer: la edilicia tradicional, su arquitectura republicana y el empleo del bahareque.
Aún sobreviven grandes áreas y no pocos edificios sueltos que se erigieron entre los finales del siglo XIX y los principios del XX, cuando al finalizar la colonización antioqueña apareció en el Antiguo Caldas una “arquitectura sin arquitectos” de calidad tan notable, que puede equipararse con sus similares de valor universal. Techos de teja de barro y grandes aleros, largos y cortos balcones, ventanas y puertas-ventanas, portones y contraportones, corredores y patios centrales, chambranas, tallas, celosías y barnices cubriendo el maderamen, definieron un tipo constructivo de hermosa homogeneidad formal, en el que las particularidades de los volúmenes y de las fachadas de cada caserón no dañan el conjunto sino que lo enriquecen, a partir de manejos austeros y ingenuas referencias académicas que evolucionaron desde los patrones estéticos y tecnológicos de la edilicia colonial española. Y las perspectivas infinitas que imponen las organizaciones urbanas de cuadrícula, aquí se rompen por causa de la topografía. Dependiendo de si el caminante se desplaza hacia arriba o hacia abajo, encontrará que las vías y las propias edificaciones le crean un telón de fondo a la visual o que a ésta la escoltan las cubiertas de las casas, en tanto remata en el paisaje urbano o en la agreste topografía de la región.
Cuando la arquitectura tradicional llegaba a su culmen, los grandes incendios de 1925 y 1926 le cambiaron la faz al centro de la vieja Manizales. La zona se reconstruyó con la llamada “arquitectura republicana”, el nombre que recibió en Colombia la influencia arquitectónica historicista europea del siglo XIX. Con los recursos económicos originados en el auge comercial y cafetero de esos días y el concurso de especialistas norteamericanos, franceses, italianos y nativos que ejercieron aquí, se desarrolló el primer gran plan de renovación urbana de la historia de una república que tenía mucho de pastoril. Unos servicios públicos modernos y casi treinta manzanas de palacetes que satisfacían los sueños europeizantes de la dirigencia regional y nacional, impresionaron durante lustros a propios y extraños.
Tanto se hizo y de tanta calidad, que los edificios republicanos del Centro Histórico de Manizales, incluidos los muchos que existen de bahareque fueron decretados patrimonio nacional. Allí quedan decenas de fachadas organizadas bajo una estricta paramentación, alturas similares, manejos simétricos, áticos y abundantes ornamentaciones con art nouveau, entre otros, y hasta algunas menos decoradas que hicieron amable transición hacia los estilos que las sucedieron. Si bien cada edificio puede disfrutarse en sí mismo de acuerdo con sus particularidades formales y el desparpajo con que se mezclaron las diversas influencias, a la arquitectura republicana manizaleña la distingue el que sea el mayor conjunto de ese tipo existente en el país.
(…) Pero las particularidades de la arquitectura en Manizales no terminan con sus evoluciones formales. Su principal característica reside en que ella se levantó sobre estructuras de selectas maderas y populares guaduas, la cuales se recubrieron de cuatro maneras diferentes como una respuesta a la evolución de los estilos, de la riqueza de las gentes, de los medios de comunicación y de los materiales de construcción que pudieron importarse. Así, en Manizales el bahareque no cabe en los términos del diccionario, que lo define como muros “de cañas y tierras”. Aquí hay que hablar de bahareque de tierra -que es el tradicional-, pero también hay que reconocer el de tabla, el metálico y el encementado, según sea el material que quede a la vista. Con las tablas, las láminas de metal y los morteros de cemento pudo lograrse la arquitectura republicana que no permitía las paredes de piedra y cagajón, pues con éstas había que mantener los aleros que protegían de la humedad las edificaciones, había que dejar a la vista un material que no calificaba como un “noble” y había que limitar las ornamentaciones a lo que permitieran las tallas en las puertas y las ventanas, todo lo cual clavaba en el pasado las aspiraciones modernizantes de la población.
De esta manera, con una profunda y exclusiva transformación, el llamado “estilo temblorero” salvó a la ciudad de los terremotos que amenazaron en sus orígenes a su propia existencia, porque destruían los muros de tapia pisada y de mampostería de ladrillo que aportaron como tecnología paradigmática los colonizadores antioqueños. La evolución del “bahareque manizaleño”, terminó por crear un fenómeno constructivo de una magnitud y unas características tan especiales, que seguramente no tienen parangón en otro lugar de la tierra, como lo atestiguan su capacidad para soportar la arquitectura popular y la académica, asimilar materiales de origen industrial y que con él se hubiera erigido absolutamente todo en la ciudad hasta 1926, incluidas iglesias, gobernaciones, alcaldías, bancos, cuarteles, cárceles, colegios, hospitales, conventos y millares de viviendas.
Y la capacidad de adaptación del bahareque sobrepasó a la arquitectura tradicional y a la republicana. Además le dio sustento a no pocas construcciones cuyas formas pueden enmarcarse en los cánones formales del “Movimiento Moderno”, cuando ya las nuevas tecnologías empezaron a sustituirlo definitivamente y éste se vio relegado a las casas de los barrios más pobres de la capital de Caldas.
(…) Sólo le queda al observador sensible el placer de recorrer a Manizales, descubriendo las zonas, las calles, los estilos, los ángulos, los edificios, los detalles y los tipos de bahareque que la hacen diferente a todas las ciudades, y no sólo por las particularidades que le ha impuesto su impresionante tipografía.
*FUENTE: MANIZALES FIN DE SIGLO,
Matilde Santander Mejía y Germán Velásquez Ángel.
Noviembre de 1994. Editorial Colina.
Pienso que las arquitecturas en manizalena tienen un poder de atracción sobre todo para los fotógrafos, ya que en muchas arquitecturas se pueden observar un juego de líneas, letras con luces y más